Argot: el arte sacro

Vaya sorpresa cuando en el trajín de la enconada Búsqueda vemos finalmente la Luz Verdadera al final de la gruta. Aquellos obreros del arte, individuos sin duda provistos de visión crítica y refinada intuición, no vacilarán en cuestionar los pormenores y contrapesos de nuestro aparente desinteresado propósito. ¿Qué lleva a los que transitan los últimos salones del laberinto cavernario platónico realizar un pormenorizado racconto de sus precipitados pero decididos pasos hacia la libertad del confinamiento? ¿Acaso mayores e ilustres espeleonautas no han confeccionado numinosos acápites que aclaran por medio de un léxico soberbio las labores hercúleas de la metamorfosis de la consciencia?

Ambas inquietudes podrían converger en una única respuesta si apelamos a nuestra transformada labor dentro del Discipulado de la Naturaleza, que pudiera resumirse en informar a los demás los tropiezos y vicisitudes que hallamos al prepararnos para atravesar el pétreo dintel del exilio y qué territorios se vislumbran al atravesar el umbral de otra realidad.

Conferimos la tutela de la pluma áurea a una narración que algunos confundirán por una parábola:
Hubo una vez una isla en medio de aguas oscuras y profundas; los hombres que allí vivían estaban aislados y no recordaban de dónde venían o quiénes eran.

La isla tenía severas reglas y había pocos habitantes que guardaran algún acto compasivo, pues una de los principales preceptos era “aquel que ayuda comete dos pecados.”

Una de aquellas pocas almas piadosas era la del barrendero. Así lo conocían todos, pues su trabajo era limpiar las calles. Pocos lo conocían más que de vista: un sujeto parco en palabras y con aires de soñador que siempre parecía extravíado y andaba acompañado por un perrito. Aunque, y esto era lo importante para las Autoridades, siempre cumplía con su humillante labor.

De hecho, había conseguido su puesto de saneador, pues los habitantes desdeñaban las labores de limpieza e higiene. Su trabajo consistía en barrer y acarrear los desperdicios ajenos y transportarlos a una región apartada, en las orillas de la isla. Fue así como una tarde a fines de la Primavera, cuando las nieblas que rodeaban las márgenes insulares eran tenues, sus ojos grises vieron un espolón de piedra brillante, más allá de las embravecidas aguas. “¿Qué es aquella región distante?” le preguntó en voz alta a su perrito, mientras se subía a un árbol seco para observar mejor y respiraba el aire límpido y salobre.

Poco más le reveló aquella luz tardía, y cuando el Sol se puso se quedó pensativo en medio de la tierra abandonada, llena de basura y desperdicios. Por la mañana, mientras recorría la isla para cumplir con su labor, preguntó a todos los que se le cruzaban si conocían qué había más allá. Pero las respuestas siempre tenían el mismo tenor: “Compadre, estas extravíado; estamos sólos y rodeados de oscuras aguas; no existe nada más. Halla contento en los placeres y posesiones que proponen las Autoridades, pues la vida es corta y luego ocuparás una parcela de tierra, cerca de donde arrojas todas tus basuras.” Sin embargo, siguió preguntando y cuando todos le hubieron dado la misma contestación, su perrito ladró al olfatear un objeto arrojado en medio de la calle.

El compasivo barrendero se acercó y reconoció el objeto pues era común hallarlos entre los desechos de aquella época: un libro. Lo tomó del suelo y recorrió sus páginas; tenía toda una colección de ellos no lejos del basural, los había apartado con esmero, salvándolos de su triste destino, pues intuía que eran valiosos: aquellos signos escritos debían guardar algún significado tiempo atrás. Como para casi todos los que habitaban la isla, el conocimiento que albergaban las letras era otro olvidado saber que no presentaba beneficio alguno, salvo para aquellos que estaban en contacto con las Autoridades. Pero él conocía a un viejo que había trabajado durante años en la Administración, redactando regulaciones y nombramientos en la isla, es más, era quién lo había recomendado para su labor. Sólo cuando dirigió sus pies hacia la casa del viejo, su perrito dejó de ladrar.

El viejo parecía estarlo esperando, en medio de los humos de una nudosa pipa de raíz. Con algo de apremio, le relató su visión en las orillas, su tropiezo con aquel libro y su necesidad de aprender las letras. El anciano pareció esbozar una clase de sonrisa que disimuló algunas de sus arrugas, y le contestó que le enseñaría el Arte pero que a cambio le ayudara, luego de su trabajo, a ordenar sus libros y documentos ya que pronto debería realizar un viaje impostergable. El piadoso barrendero aceptó de buena gana, y su alegría hubiese sido mayor pero se dio cuenta que su perrito ya no lo acompañaba.

Así pasó algún tiempo y al humilde barrendero se lo veía por las noches, a la luz vacilante leyendo voluminosos libros, comprendiendo significados en varias lenguas, recitando palabras desconocidas y aprendiendo a destilar la esencia que se escondía detrás de la burda letra. Durante largas noches, había trabajado en la biblioteca del anciano, ordenando y rotulando estantes, removiendo el polvo y las arañas, conociendo la enseñanza de otros que habían partido. Su barba creció y algunos de su cabellos ya eran canos.

Una tarde de fines de Otoño, cuando estaba arrojando la última tanda al basural, el Anciano se le apareció. Y le dijo que a partir de mañana, el asumiría su puesto en la Administración de la isla: había sido recomendación suya y nadie se atrevió objetarlo. “¿Y usted, Anciano, qué hará?” El viejo le recordó su perentorio viaje y le informó que ya estaba listo. Le dio las llaves de su casa y un documento enrollado y lacrado.

“Encontrarás aquí mi testamento. Te dejo todo cuanto tengo. A cambio sólo te pido que sigas estudiando y cuidando la biblioteca. Permanece sobrio y atento, haz tu parte con impecabilidad, dado que en algún momento aparecerá alguien más a quien debas orientar. Recuerda, todo es prestado aquí y a ti también te tocará devolverlo.”

Recién allí, el alma del barrendero se dio cuenta de lo que pasaba. El anciano se estaba despidiendo, así sin más; creía verlo difuso, transparente, casi luminoso. Pensó que eran sus lágrimas. Pero el anciano habló otra vez: “¡Mira más allá de la Oscuridad!”

Al mirar por sobre las inquietas aguas, pudo ver otra vez aquella tierra resplandeciente; comprendió que era allí adonde iba el viejo. Su ahora sutil cuerpo se trasladó sin dificultad alguna.
Icono de Cristo y el Abad Mena
El hombre más Loco
puede volverse Sabio
si Dios le ilumina
Permítasenos agregar la siguiente declaración del alquimista Thomas Vaughan, publicada durante 1650 en su libro Coelum Terrae:
Dicen los Sabios que el Hombre, en su estado natural, es la creación media, a partir de la cual deberá pasar a uno de dos extremos: a la corrupción, como lo hacen la mayoría de los hombres, ya que mueren y se desintegran en su tumba; o a una condición espiritual glorificada, como Enoch y Elías, que fueron trasladados. Y dicen que este es un verdadero extremo, ya que después de él no hay alteraciones.
Deseamos incrementar en nuestros amados hermanos, aquellos incondicionales Buscadores de la Verdad, su ejercicio de la libertad y brindarles acceso a las herramientas que, al igual que las estanterías del legendario laboratorio alquimista, proporcionen una visión más objetiva de la realidad distorsionada por nuestros manipulados sentidos. En especial, deseamos hacer énfasis en que el esoterismo, alejado de todo misticismo anquilosante, no es más que conocimiento fragmentado de una disciplina de nivel superior, la cual ha sido históricamente cercenada y relegada de un positivo estudio científico, con la capacidad de abrir las puertas a una realidad menos restringida y más equilibrada.